En Rusia, el buen Dios va de incógnito por las carreteras, liberado de todas las tareas ingratas que una vieja religión de Estado había tenido la impudicia de imponerle; la ley le obliga a no ocuparse ya de política; los hombres de Estado, para los que él ya no existe prácticamente, lo consideran como una especie de competidor incapaz. Su nombre ya no sirve para los pogromos, tampoco para hacer prestar juramento a los soldados. Ya no tiene que tomar medidas de policía para hacer reinar el orden en la tierra. Dios está de vacaciones.
Ha dejado de ser responsable del trueno, el relámpago y el granizo. Ya no tiene que ajustarse a las nociones demasiado terrestres de lo justo y lo injusto. Su nombre no sirve ya para la protección de los grandes, ya no escucha las campanas de las iglesias más que con una oreja; ya no consagra, en el cielo, los lazos del matrimonio, y por eso, para más seguridad, los hombres los deshacen en la oficina del registro civil. Vive todavía en los giros desusados, los gritos amedrentados de las mujeres, las protestas mentirosas de los nepmen[1], y en todo tipo de juramentos irreflexivos que no tendrían valor ante un tribunal, porque invocar a Dios estaría desprovisto de justificación.
La mayor parte de sus funciones las ha asumido el Partido comunista, y redistribuido entre varios pequeños dioses. El hombre camina con un paso soberano sobre esta tierra, en adelante suya; todo puede sucederle, pero nada le sucede. La policía ha heredado sus dones de omnividencia y omnisciencia. Ya no dispone más que de sus medios impenetrables. Se han limitado sus poderes a la administración del infinito y la conservación de la eternidad. Pero el gobierno de lo temporal no le pertenece ya. Cada vez que en Rusia todavía se tiene que decir su nombre, él se muestra sinceramente satisfecho.
Un hombre me ha preguntado: “¿Cómo un individuo culto puede creer en Dios?” “¡Estamos orgullosos de ser ateos!”, ha exclamado un alto funcionario, y una madre, al presentarme a su hijo de doce años, ha dicho: “¡Este señor cree en Dios!” Esta mujer tenía un fonógrafo y, todas las tardes, escuchaba con recogimiento un vals de Strauss. “¡El cielo no contiene más que aire azul! ¿Dónde podría estar bien sentado Dios?”, ha añadido el hijo. Un poeta lírico, que canta las virtudes del tabaco, escribe: “Dios nos imploraba de rodillas que le ofreciéramos un Java” (se trata de una marca de cigarrillos). Un comunista (beato) me confía: “Desde que Lenin murió, yo no he ido a rendirle homenaje. ¡No siento el culto por los muertos, dejo eso a los creyentes!” “¡Educamos al hombre para que sea independiente; por eso hemos expulsado a Dios!”, me dice un obrero. Y en Bakú, un ingeniero: “Construimos un ferrocarril eléctrico. Puede verlo. ¿Ha hecho Dios alguna vez otro tanto?” El hombre ya no cree más que en lo que ve, oye y huele. Desde que Dios hace su aparición en la literatura, no es más que una licencia poética. En Dostoievsky, Dios es la consecuencia directa de una constitución predispuesta a la epilepsia.
En estas condiciones, ¿de qué se podría ocupar Dios? Este viejo señor, vestido como un extranjero, se pasea tras la lluvia en una calle tranquila y se encuentra con un periodista. El pavimento está mojado y lleno de charcos. Es por la tarde. Por el este, un arco iris dibuja una bóveda. Por el oeste, el sol declina.
Dios dice: “Estaba hoy en el Instituto para las Relaciones Culturales con el Extranjero. Me han llevado un poco por todas partes. Pero debía visitar el Kremlin, y me han hecho ver sólo algunas iglesias vacías. Había un intérprete inglés que me traducía todo lo que se decía. Yo no mostraba ningún interés por los diferentes estilos arquitectónicos ni las tumbas de los zares. La gente debía encontrarme muy extraño. Una mosca verde zumbaba en una habitación. “¡Tradúzcame lo que dice esta mosca!”, pedía al intérprete. “¡Este americano es estúpido!”, respondía el intérprete al guía, y añadía en mi honor: “¡La ciencia entre nosotros no está todavía tan avanzada. No conocemos el lenguaje de las moscas!” Una migaja de pan colgaba del bigote del guía. “¡Acaba usted de tomar su desayuno!”, dije. El intérprete tradujo. “¡Sabe, continué, me he interesado siempre por las pequeñas cosas!” Me mostraron el mausoleo de Lenin, pero en el suelo, delante de la puerta de entrada, había un clavo herrumbroso. Lo recogí y pregunté: “En su opinión, ¿de dónde puede provenir este clavo?” No supieron qué responder. Entonces entro en una iglesia, doy limosna a los mendigos, para evitar señalarme. Los fieles cantan de una manera muy agradable. El pope tiene una bonita voz de bajo. Veo el pie de un hombre de rodillas: tiene un agujero en la suela de su zapato. Pregunto a mi acompañante: “¿Dónde ha podido hacerse ese agujero?” Me responde que lo ignora.
“Él sabe cómo se produce el relámpago: es cierto que yo no he hecho ningún misterio de eso. Pero, mire, los hombres no conocen todavía las pequeñas cosas, aunque ya no creen en mí. En lo que me concierne, créame si quiere, estoy muy contento de haber sido despedido de ese complejo que forman el Estado, el gobierno, la industria, la política. No se me juzga capaz de ocuparme de la salud de los jefes, de la moral de los niños, de la coalición de los generales y la industria química. Ya no bendigo las máscaras de gas; los guardias blancos han comprendido por sí mismos que yo no podía ayudarlos. Vivo en el Savoy, pago veinte rublos al día y hago decir que no estoy. Ahora voy al teatro de Meyerhold, donde se representa una obra en la que se blasfema contra mí. Ya no tengo que castigar. ¡No se imagina qué hermosa velada será!”
Caía la tarde. Dios llamó a un iswoschtschik[2] y parlamentó un momento con él. “¿Cuántos nudos tiene tu látigo?”, pregunta Dios. “Señor, respondió el cochero, ¡no soy capaz de contar cosas tan insignificantes! ¡Sólo Dios lo puede!”
El periodista se fue y anotó en su libreta: “He hablado hoy con el buen Dios. ¡Vive en Rusia como Dios!”
Frankfurter Zeitung, 20 de febrero de 1927
(en “La Russie”, en Croquis de voyage, éditions du Seuil, traducido al francés por Jean Ruffet, y del francés al español, por mí)
Ha dejado de ser responsable del trueno, el relámpago y el granizo. Ya no tiene que ajustarse a las nociones demasiado terrestres de lo justo y lo injusto. Su nombre no sirve ya para la protección de los grandes, ya no escucha las campanas de las iglesias más que con una oreja; ya no consagra, en el cielo, los lazos del matrimonio, y por eso, para más seguridad, los hombres los deshacen en la oficina del registro civil. Vive todavía en los giros desusados, los gritos amedrentados de las mujeres, las protestas mentirosas de los nepmen[1], y en todo tipo de juramentos irreflexivos que no tendrían valor ante un tribunal, porque invocar a Dios estaría desprovisto de justificación.
La mayor parte de sus funciones las ha asumido el Partido comunista, y redistribuido entre varios pequeños dioses. El hombre camina con un paso soberano sobre esta tierra, en adelante suya; todo puede sucederle, pero nada le sucede. La policía ha heredado sus dones de omnividencia y omnisciencia. Ya no dispone más que de sus medios impenetrables. Se han limitado sus poderes a la administración del infinito y la conservación de la eternidad. Pero el gobierno de lo temporal no le pertenece ya. Cada vez que en Rusia todavía se tiene que decir su nombre, él se muestra sinceramente satisfecho.
Un hombre me ha preguntado: “¿Cómo un individuo culto puede creer en Dios?” “¡Estamos orgullosos de ser ateos!”, ha exclamado un alto funcionario, y una madre, al presentarme a su hijo de doce años, ha dicho: “¡Este señor cree en Dios!” Esta mujer tenía un fonógrafo y, todas las tardes, escuchaba con recogimiento un vals de Strauss. “¡El cielo no contiene más que aire azul! ¿Dónde podría estar bien sentado Dios?”, ha añadido el hijo. Un poeta lírico, que canta las virtudes del tabaco, escribe: “Dios nos imploraba de rodillas que le ofreciéramos un Java” (se trata de una marca de cigarrillos). Un comunista (beato) me confía: “Desde que Lenin murió, yo no he ido a rendirle homenaje. ¡No siento el culto por los muertos, dejo eso a los creyentes!” “¡Educamos al hombre para que sea independiente; por eso hemos expulsado a Dios!”, me dice un obrero. Y en Bakú, un ingeniero: “Construimos un ferrocarril eléctrico. Puede verlo. ¿Ha hecho Dios alguna vez otro tanto?” El hombre ya no cree más que en lo que ve, oye y huele. Desde que Dios hace su aparición en la literatura, no es más que una licencia poética. En Dostoievsky, Dios es la consecuencia directa de una constitución predispuesta a la epilepsia.
En estas condiciones, ¿de qué se podría ocupar Dios? Este viejo señor, vestido como un extranjero, se pasea tras la lluvia en una calle tranquila y se encuentra con un periodista. El pavimento está mojado y lleno de charcos. Es por la tarde. Por el este, un arco iris dibuja una bóveda. Por el oeste, el sol declina.
Dios dice: “Estaba hoy en el Instituto para las Relaciones Culturales con el Extranjero. Me han llevado un poco por todas partes. Pero debía visitar el Kremlin, y me han hecho ver sólo algunas iglesias vacías. Había un intérprete inglés que me traducía todo lo que se decía. Yo no mostraba ningún interés por los diferentes estilos arquitectónicos ni las tumbas de los zares. La gente debía encontrarme muy extraño. Una mosca verde zumbaba en una habitación. “¡Tradúzcame lo que dice esta mosca!”, pedía al intérprete. “¡Este americano es estúpido!”, respondía el intérprete al guía, y añadía en mi honor: “¡La ciencia entre nosotros no está todavía tan avanzada. No conocemos el lenguaje de las moscas!” Una migaja de pan colgaba del bigote del guía. “¡Acaba usted de tomar su desayuno!”, dije. El intérprete tradujo. “¡Sabe, continué, me he interesado siempre por las pequeñas cosas!” Me mostraron el mausoleo de Lenin, pero en el suelo, delante de la puerta de entrada, había un clavo herrumbroso. Lo recogí y pregunté: “En su opinión, ¿de dónde puede provenir este clavo?” No supieron qué responder. Entonces entro en una iglesia, doy limosna a los mendigos, para evitar señalarme. Los fieles cantan de una manera muy agradable. El pope tiene una bonita voz de bajo. Veo el pie de un hombre de rodillas: tiene un agujero en la suela de su zapato. Pregunto a mi acompañante: “¿Dónde ha podido hacerse ese agujero?” Me responde que lo ignora.
“Él sabe cómo se produce el relámpago: es cierto que yo no he hecho ningún misterio de eso. Pero, mire, los hombres no conocen todavía las pequeñas cosas, aunque ya no creen en mí. En lo que me concierne, créame si quiere, estoy muy contento de haber sido despedido de ese complejo que forman el Estado, el gobierno, la industria, la política. No se me juzga capaz de ocuparme de la salud de los jefes, de la moral de los niños, de la coalición de los generales y la industria química. Ya no bendigo las máscaras de gas; los guardias blancos han comprendido por sí mismos que yo no podía ayudarlos. Vivo en el Savoy, pago veinte rublos al día y hago decir que no estoy. Ahora voy al teatro de Meyerhold, donde se representa una obra en la que se blasfema contra mí. Ya no tengo que castigar. ¡No se imagina qué hermosa velada será!”
Caía la tarde. Dios llamó a un iswoschtschik[2] y parlamentó un momento con él. “¿Cuántos nudos tiene tu látigo?”, pregunta Dios. “Señor, respondió el cochero, ¡no soy capaz de contar cosas tan insignificantes! ¡Sólo Dios lo puede!”
El periodista se fue y anotó en su libreta: “He hablado hoy con el buen Dios. ¡Vive en Rusia como Dios!”
Frankfurter Zeitung, 20 de febrero de 1927
(en “La Russie”, en Croquis de voyage, éditions du Seuil, traducido al francés por Jean Ruffet, y del francés al español, por mí)
[1] Nepmen: literalmente, los hombres de la N. E. P. (Nueva Política Económica); grupo social formado por aquellos que se enriquecieron durante la liberalización económica en la URSS (1921-1927), creando una nueva “burguesía revolucionaria”. Fueron reprimidos a partir del primer Plan Quinquenal de Stalin
[2] Cochero
Muy bueno el articulo así que estupendo que te hayas trabajado la traducción para mostrarlo. Además te confieso que es lo primero que leo de Joseph Roth, ni siquiera he leido "tu" VENTANAS.
ResponderEliminarLa expresion "el cielo no contiene más que aire azul" me recuerda a "Imagine there's no heaven... above us only skin" de John Lennon. La ausencia de Dios (la prevalecencia de lo material y la ausencia de lo espiritual)como el decaimiento del hombre.
Saludos
Pues si te gustó esa evocación de un mundo pasado que había en "Alondra" de Kosztolanyi, tendrías que leer algunas de las novelas de Roth, como "La marcha Radetzky", o "Job" (que acaba de editarse en Acantilado), o cualquiera de las demás ("Hotel Savoy", "La tela de araña", "Zipper y su padre", "La cripta de los capuchinos"... y sus "Crónicas berlinesas", entre otros, que te ayudarán a conocer cómo era ese mundo de 1900-1930 (y que además son magníficas obras literarias). Un saludo
ResponderEliminarWell written article.
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