30.4.07

Memorias de Weimar (2): Sebastian Haffner


Sigo buscando entender la locura de los años veinte y treinta en Alemania; es uno de los grandes misterios del siglo XX: la aparición del Mal y la aceptación de éste por parte de millones de personas. Y uno de los libros que mejor lo explican es Historia de un alemán, 1914-1933, de Sebastian Haffner (Booket, traducción de Belén Santana, aunque primero editado en Destino): de la magnificación de la guerra, aceptada por el niño como un juego más, al análisis de la revolución de 1919 y la búsqueda del porqué de la barbarie. Haffner, exiliado como tantos otros, escribió muchos libros para analizar la Alemania de la primera mitad del siglo XX, todos desde un punto de vista humanista y liberal: Los siete pecados capitales del Imperio Alemán en la Primera Guerra Mundial; Alemania, Jekyll y Hyde. 1939, el nazismo visto desde dentro (que escribió en Gran Bretaña en 1940 para que los aliados entendieran a qué se enfrentaban en la guerra y a quiénes encontrarían tras ella), o El pacto con el diablo (sobre las relaciones entre Alemania y Rusia desde 1917) (todos ellos en Destino).

Pero la que me parece más interesante es La revolución alemana, 1918-1919, en editorial Inédita, quizá lo mejor que he leído sobre el tema entre lo poco que hay al alcance del lector castellano. El libro deslumbra por el conocimiento de los hechos y el minucioso análisis y comentario lógico a que los somete.

Y si a alguno le interesa la confrontación de los datos de Haffner con lo que sabe un especialista en el tema, puede ir a http://redlitos.wordpress.com/, donde, en varias entradas, encontrará sabrosísimos comentarios

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29.4.07

Memorias de Weimar: Klaus Mann


A vueltas con los Mann. Llevo unos días leyendo sobre Thomas y Heinrich Mann (pero todavía no me atrevo a entrar en sus obras), cuando encuentro Cambio de rumbo. Crónica de una vida, de Klaus Mann (Alba editorial, traducción de Genoveva y Anton Dieterich). Klaus, hijo mayor de Thomas Mann, fue un niño bien burgués, culto y libre, que, a pesar de sus primeros intentos en la literatura, sólo se hizo escritor a partir de la experiencia del exilio: sus grandes obras son Mefisto (DeBolsillo), El volcán (Edhasa) y Huida al norte (Cátedra), todas ellas con elementos autobiográficos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Klaus Mann, exiliado en Estados Unidos, se enrola en el ejército americano, desembarca en África, luego en Italia, participa en la propaganda antinazi... pero la paz no le ofrece nada. Nadie es en la nueva Alemania, incluso su Mefisto le ocasiona problemas judiciales. Acaba con su vida en Cannes, en 1949.

Y copio un texto de estas memorias sobre los años veinte y la joven generación que salió de la guerra:

"La Europa y especialmente la Alemania de los años veinte estaban tan agotadas como exacerbadas. No era precisamente la toma de conciencia lo que perseguía esa sociedad exhausta y descentrada; la gente más bien deseaba olvidar: la miseria presente, el miedo al futuro, la culpa colectiva...

¡La orgía colosal de odio y destrucción ya pasó! ¡Disfrutemos de las diversiones dudosas de la supuestas paz! ¡Tras los excesos sangrientos de la guerra llegó la broma macabra de la inflación! ¡Qué diversión tan angustiosa ver cómo se derrumba el mundo! ¿No soñaron en su día los poetas solitarios en un "cambio de valor de los valores"? En lugar de ese cambio vivíamos ahora la desvalorización total del único valor en el que una época sin Dios había creído: el dinero. El dinero se volatilizaba, se disolvía en cifrans astronómicas. ¡Siete mil millones y medio de marcos del Reich por un dólar americano! ¡Nueve mil millones! ¡Un millón de millones! ¡Qué chiste! ¡Para morirse de risa! Turistas americanos compran muebles barrocos por un bocadillo, un Durero original vale dos botellas de whisky. Los Krupp y Stinnes se libran de sus deudas: el hombre de la calle paga la factura. ¿Quién se atreve a quejarse? ¿Quién protesta? (...) ¿Había alemanes tan ingenuos como para esperar un efecto purificador de la revolución? ¡Como si hubiera habido una revolución! ¡Todo mentira! ¡Todo ilusión!

¡Los estraperlistas bailan el fox-trot en los hoteles Palace! ¡Unámonos a ellos! al fin y al cabo nadie quiere ser un aguafiestas... (...) El jazz nos parece "fantástico", "colosal"; es una novedad, el último grito. (...) Aquel caballero de enfrente encarga ya su tercera botella de champaña: tendrá divisas... (...)

Todos encajan con todos, poco importa. Esta muchacha encaja con ese muchacho igual que encaja con el siguiente y, si la dama se pone difícil (quizá tiene un amorío con su caballo o con la cocinera), los dos chicos, visto y no visto, se arreglan tan ricamente sin la chica... El dólar sube, ¡dejémonos caer! ¿Por qué vamos a ser más estables que nuestra moneda? ¡El marco del Reich baila: nosotros bailamos con él.

Millones de hombres y mujeres desnutridos, corrompidos, desesperadamente ávidos, furiosamente sedientos de diversión danzan y giran en el delirio del jazz. (...) La bolsa brinca, los ministros se tambalean, el Parlamento hace cabriolas. Inválidos de guerra y especuladores, estrellas de cine y prostitutas, monarcas retirados (con indemnizaciones suntuosas) y licenciados jubilados (sin indemnización alguna): todos sacuden el esqueleto con siniestra euforia. Los poetas se retuercen con convulsiones visionarias; las girls de los nuevos teatros de revista mueven animadas el trasero. La gente baila el fox-trot, el shimmy, el tango, el anticuado vals y el moderno baile de san Vito. La gnete baila el hambre y la histeria, el miedo y la avidez, el pánico y el espanto."

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22.4.07

Franz Werfel


"Pero cuando una persona sana entra en la habitación y ve los tres rostros arrugados de color marrón amarillento, y oye esa triple respiración, una respiración cargada de esfuerzo, entonces cree intuir de repente que los tres tejen algo al respirar. Sí, su respiración es un hilo, un hilo pesado y grasiento, y ellos clavan la aguja en una dura tela y tiran del hilo a través de esa tela crujiente y silbante. Así cosen su muerte. Y esta muerte es una camisa o una bolsa confeccionada con la tela más basta y vulgar de la invisibilidad. Hora tras hora, cosen incansable, uniformemente".

Éste es un fragmento de "La muerte del pequeño burgués", que, junto a "La casa del luto", forma el pequeño volumen La muerte del pequeño burgués, de Franz Werfel (editorial Igitur; traducción de Olivier Giménez López). Son dos pequeñas historias que descubren un mundo de miseria y sufrimiento, de esperanza y lucha, la primera en la Viena de los años iniciales de la república, la segunda todavía en 1914. Las dos hablan de decadencia, de la decadencia de un mundo, el austro-húngaro, pero también la de los individuos que protagonizan los relatos.

Werfel fue uno de los autores más conocidos en lengua alemana entre las dos Guerras Mundiales. Judío de Praga, por tanto, de lengua alemana, como Kafka, al que trató (no eran exactamente amigos, como se dice en algún prólogo, pero frecuentaban los mismos ambientes), empezó destacando como poeta expresionista, para pasarse luego al teatro y los relatos. Entre éstos, en español se pueden encontrar Reunión de bachilleres (en editorial Minúscula), Una letra femenina azul pálido (en Anagrama), y creo que también se editaron hace poco su biografía novelada de Verdi (Verdi. La novela de la ópera) y Los cuarenta días del Musa-Dagh (sobre el exterminio de los armenios). Como muchos, tuvo que huir del nazismo a través de Europa, para llegar a Estados Unidos, donde murió en 1945. Ahí van un par de enlaces sobre Werfel: http://es.wikipedia.org/wiki/Franz_Werfel y http://epdlp.com/escritor.php?id=2432.

Y si no conocéis la editorial Igitur, pasad por aquí: http://www.edicionesigitur.com/; su catálogo de poesía europea es destacable; son libros bien hechos que dan ganas de leer (que es lo más que se puede pedir de un libro.

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10.4.07

"El buen Dios en Rusia", de Joseph Roth


En Rusia, el buen Dios va de incógnito por las carreteras, liberado de todas las tareas ingratas que una vieja religión de Estado había tenido la impudicia de imponerle; la ley le obliga a no ocuparse ya de política; los hombres de Estado, para los que él ya no existe prácticamente, lo consideran como una especie de competidor incapaz. Su nombre ya no sirve para los pogromos, tampoco para hacer prestar juramento a los soldados. Ya no tiene que tomar medidas de policía para hacer reinar el orden en la tierra. Dios está de vacaciones.
Ha dejado de ser responsable del trueno, el relámpago y el granizo. Ya no tiene que ajustarse a las nociones demasiado terrestres de lo justo y lo injusto. Su nombre no sirve ya para la protección de los grandes, ya no escucha las campanas de las iglesias más que con una oreja; ya no consagra, en el cielo, los lazos del matrimonio, y por eso, para más seguridad, los hombres los deshacen en la oficina del registro civil. Vive todavía en los giros desusados, los gritos amedrentados de las mujeres, las protestas mentirosas de los nepmen[1], y en todo tipo de juramentos irreflexivos que no tendrían valor ante un tribunal, porque invocar a Dios estaría desprovisto de justificación.
La mayor parte de sus funciones las ha asumido el Partido comunista, y redistribuido entre varios pequeños dioses. El hombre camina con un paso soberano sobre esta tierra, en adelante suya; todo puede sucederle, pero nada le sucede. La policía ha heredado sus dones de omnividencia y omnisciencia. Ya no dispone más que de sus medios impenetrables. Se han limitado sus poderes a la administración del infinito y la conservación de la eternidad. Pero el gobierno de lo temporal no le pertenece ya. Cada vez que en Rusia todavía se tiene que decir su nombre, él se muestra sinceramente satisfecho.
Un hombre me ha preguntado: “¿Cómo un individuo culto puede creer en Dios?” “¡Estamos orgullosos de ser ateos!”, ha exclamado un alto funcionario, y una madre, al presentarme a su hijo de doce años, ha dicho: “¡Este señor cree en Dios!” Esta mujer tenía un fonógrafo y, todas las tardes, escuchaba con recogimiento un vals de Strauss. “¡El cielo no contiene más que aire azul! ¿Dónde podría estar bien sentado Dios?”, ha añadido el hijo. Un poeta lírico, que canta las virtudes del tabaco, escribe: “Dios nos imploraba de rodillas que le ofreciéramos un Java” (se trata de una marca de cigarrillos). Un comunista (beato) me confía: “Desde que Lenin murió, yo no he ido a rendirle homenaje. ¡No siento el culto por los muertos, dejo eso a los creyentes!” “¡Educamos al hombre para que sea independiente; por eso hemos expulsado a Dios!”, me dice un obrero. Y en Bakú, un ingeniero: “Construimos un ferrocarril eléctrico. Puede verlo. ¿Ha hecho Dios alguna vez otro tanto?” El hombre ya no cree más que en lo que ve, oye y huele. Desde que Dios hace su aparición en la literatura, no es más que una licencia poética. En Dostoievsky, Dios es la consecuencia directa de una constitución predispuesta a la epilepsia.
En estas condiciones, ¿de qué se podría ocupar Dios? Este viejo señor, vestido como un extranjero, se pasea tras la lluvia en una calle tranquila y se encuentra con un periodista. El pavimento está mojado y lleno de charcos. Es por la tarde. Por el este, un arco iris dibuja una bóveda. Por el oeste, el sol declina.
Dios dice: “Estaba hoy en el Instituto para las Relaciones Culturales con el Extranjero. Me han llevado un poco por todas partes. Pero debía visitar el Kremlin, y me han hecho ver sólo algunas iglesias vacías. Había un intérprete inglés que me traducía todo lo que se decía. Yo no mostraba ningún interés por los diferentes estilos arquitectónicos ni las tumbas de los zares. La gente debía encontrarme muy extraño. Una mosca verde zumbaba en una habitación. “¡Tradúzcame lo que dice esta mosca!”, pedía al intérprete. “¡Este americano es estúpido!”, respondía el intérprete al guía, y añadía en mi honor: “¡La ciencia entre nosotros no está todavía tan avanzada. No conocemos el lenguaje de las moscas!” Una migaja de pan colgaba del bigote del guía. “¡Acaba usted de tomar su desayuno!”, dije. El intérprete tradujo. “¡Sabe, continué, me he interesado siempre por las pequeñas cosas!” Me mostraron el mausoleo de Lenin, pero en el suelo, delante de la puerta de entrada, había un clavo herrumbroso. Lo recogí y pregunté: “En su opinión, ¿de dónde puede provenir este clavo?” No supieron qué responder. Entonces entro en una iglesia, doy limosna a los mendigos, para evitar señalarme. Los fieles cantan de una manera muy agradable. El pope tiene una bonita voz de bajo. Veo el pie de un hombre de rodillas: tiene un agujero en la suela de su zapato. Pregunto a mi acompañante: “¿Dónde ha podido hacerse ese agujero?” Me responde que lo ignora.
“Él sabe cómo se produce el relámpago: es cierto que yo no he hecho ningún misterio de eso. Pero, mire, los hombres no conocen todavía las pequeñas cosas, aunque ya no creen en mí. En lo que me concierne, créame si quiere, estoy muy contento de haber sido despedido de ese complejo que forman el Estado, el gobierno, la industria, la política. No se me juzga capaz de ocuparme de la salud de los jefes, de la moral de los niños, de la coalición de los generales y la industria química. Ya no bendigo las máscaras de gas; los guardias blancos han comprendido por sí mismos que yo no podía ayudarlos. Vivo en el Savoy, pago veinte rublos al día y hago decir que no estoy. Ahora voy al teatro de Meyerhold, donde se representa una obra en la que se blasfema contra mí. Ya no tengo que castigar. ¡No se imagina qué hermosa velada será!”
Caía la tarde. Dios llamó a un iswoschtschik[2] y parlamentó un momento con él. “¿Cuántos nudos tiene tu látigo?”, pregunta Dios. “Señor, respondió el cochero, ¡no soy capaz de contar cosas tan insignificantes! ¡Sólo Dios lo puede!”
El periodista se fue y anotó en su libreta: “He hablado hoy con el buen Dios. ¡Vive en Rusia como Dios!”
Frankfurter Zeitung, 20 de febrero de 1927

(en “La Russie”, en Croquis de voyage, éditions du Seuil, traducido al francés por Jean Ruffet, y del francés al español, por mí)


[1] Nepmen: literalmente, los hombres de la N. E. P. (Nueva Política Económica); grupo social formado por aquellos que se enriquecieron durante la liberalización económica en la URSS (1921-1927), creando una nueva “burguesía revolucionaria”. Fueron reprimidos a partir del primer Plan Quinquenal de Stalin
[2] Cochero

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